Los sueños de Azucena
Los
sueños de Azucena
Corría la primera noche
del brumario para una niña de nueve años que vivía en el poblado de Españita,
en México. Su nombre era Azucena, o florecita blanca, como solía decirle su
abuelita Buganvilla desde que la vio por primera vez. Claro que ahora, ya casi
hacían dos años que Buganvilla se había mudado al poblado de las Pléyades por
motivos que Azucena apenas sí llegaba a entender pese a las explicaciones de
sus padres.
Desde que su abuelita se
mudó, a la pequeña Azucena le gustaba levantarse temprano los sábados y
domingos para acostarse cerca del pino que se levantaba en el fondo del arriate
de su casa, para así, imaginar a su abuelita Buganvilla y recordar los cuentos
que ella le platicaba tan gustosamente. Su favorito era ese que hablaba de la
señora Viuda Negra: mujer valiente e inteligente, quién por un manifiesto del
Dios Arrebol, se le dio la tarea difícil de resguardar uno de los venenos más
poderosos del mundo, afín de que no cayera en manos de Los Destructores, que no
deseaban otra cosa que dominar el mundo.
Azucena también gustaba
de insistir a sus padres que la llevaran al lago, porque ello le permitía sentir
a su abuelita Buganvilla, sobre todo durante el periodo de vacaciones en
diciembre, porque esa era la época en que podía pasarse la eternidad de la vida
sentada observando la bruma que brotaba de semejante líquido, permitiéndole
hacerse así misma infinidad de preguntas.
Una de esos días, luego
de haber estado mirando por toda la tarde los musgos y los puntitos en el cielo
que daban forma a la Osa Mayor, Azucena se quedó dormida sobre el pasto del
jardín. Cuando despertó ya estaba sobre su cama, tapada y con la lámpara de
calesita encendida. Emocionada, corrió a la cocina para contarle a su mamá lo
que había soñado. Azucena se esforzó en describir el lugar en el cual había
estado caminado y que era más o menos así:
La madre de Azuce se
encontraba ya en la merienda, por lo que decidió escucharla atentamente. Azucena,
llena de gozo y alegría, le contaba cómo mientras caminaba en ese lugar, del
cielo se asomó su abuelita Buganvilla con un enorme carruaje, pero no como los
de las princesas de cuentos de hadas o como los de la feria del pueblo, sino
uno como estos que sólo las mujeres valientes e inteligentes pueden ver:
Azucena le confesó que desde
ese momento estuvo todo el tiempo con su abuelita: ¡nadaron dentro del lago! ¡recogieron
piñas! ¡y vieron trabajar a las hormigas! Pero después de tanto reír, jugar,
brincar y hasta cantar como lo hicieron desde que ella se acuerda, su abuelita
Buganvilla le dijo que ya se tenía que regresar al cielo con las estrellas,
pero siempre que quisiera volver sentir su corazón palpitar lo único que tenía
que hacer era observar y escuchar lo siguiente:
Su madre la abrazó, como
se abrazan a las bellotas y le dijo que ella también la había visto
precisamente esa tarde y que lo mismo le había dicho a ella. Después de eso, le
dio un beso en la frente a Azucena y la llevo al patio de la casa, y cerca del
pino, le enseñó el hermoso carruaje de su abuelita Buganvilla, y como este se
alejaba para regresar a la eternidad del universo:
Fin
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