El lirio de los aztecas




El lirio de los aztecas

-          No existen actos que ofendan a la madre tierra que se queden sin castigo alguno. Todos, cada uno, hasta el más diminuto de ellos siempre es perseguido hasta los rincones más profundos de los océanos. Por tal motivo, tu hijo mío, cuida tus manos, pero sobre todo tus labios, pues son ellos los que dan la apertura a tus acciones.

Esas eran las palabras que siempre decía Axochitl al mayor de sus hijos, Atzcalxochitl, quien era un joven guerrero: osado cuando la situación lo exigía, pero también temerario en ciertas ocasiones. Por tal motivo, a Atzcalxochitl muchos de sus conocidos le nombraban “el príncipe fuerte” más por su habilidad para la lucha que por su capacidad para lograr acuerdos.

El padre sabía que algún día su infante tendría que ser probado por los mismos dioses para definir su destino o su muerte, pues tanta imprudencia desembocaría en el nacimiento de una cólera que trajera males y consecuencias fatales. Los castigos a los cuales Axochitl muchas veces lo sometió eran en vano: el joven tenía el espíritu del jaguar por toda su piel morena.  

Cierto día, en el cual Axochitl sembraba el maíz, su cuerpo se paralizó completamente. El señor de edad avanzada rápidamente fue llevado a su habitación. Mientras los demás hijos cuidaban de él, su espesa fue en busca del curandero del lugar. Tras la llegada del brujo y la examinación del anciano, Atzcalxochitl preguntó de qué padecía padre.

-          Ha enfermado gravemente de un mal que incluso para mi es desconocido. Su cuerpo ha tomado la forma de las rocas y los ojos son los únicos luceros que conectan a Axochitl con la entrada a nuestro mundo.

-          ¿Qué podemos hacer? –insistió el joven.

-          Es necesario esperar unos algunos soles para que Axochitl decida de que lado quiere estar. Una vez que regrese del estado roca, yo podré intervenir. Por ahora es todo lo que podemos hacer. Además recomiendo a la familia no descuide el contacto con los dioses, a fin de que no lleguen más calamidades a esta casa.
   
Atzcalxochitl, creyéndose culpable por la impulsividad de sus ojos, en los cuales siempre tuvo que intervenir su progenitor para cesar malos próximos, abandonó la choza donde se encontraba acostado su padre y se encaminó hacía la espesura del bosque. La neblina se hacía más densa a medida que el camino se tornaba más lodoso.

Atzcalxochitl había decidido ir en busca de Teotl, dios soberano de la creación, en el cual creía tener la facultad de regresar la salud y vigorosidad a su sangre. Sin embargo, el joven de cráneo grueso no viajaba solo, pues Tlazoltéotl, diosa de la pasión y de la lujuria, deambulaba por esos parajes.

Justamente cuando la luna desaparecía las sombras, aquel joven de manos fuertes y pies firmes escucho una voz de estruendo entre los grandes tallos de los pinos que afanosamente lo llamaba al mencionar su nombre. El guerrero, por primera vez y recordando la situación de su padre, trató de ignorar ese llamado, pero no tardó mucho cuando alzó la vista hacía el astro lunar y gritó:

-          ¿Quién pronuncia mi nombre detrás de mi esqueleto y no aparece para verme de frente a frente?

Todo parecía quedarse congelado: la niebla no se movía más entre los caminos ensanchados con hojas secas, el viento no molestaba más a las copas de los árboles y los animales silenciaban como la tierra misma.

-          Tlazoltéotl, ese es mi nombre joven de los dedos audaces. Olvídalo y mis tormentos te seguirán hasta el final de tus pasos. Recuérdalo y serás bendito entre las doncellas ¿Qué razón tienes para invadir mis dominios? –dijo la deidad sin dejarse ver.

-          No es a ti ¡Oh Tlazoltéotl! a quien busco, si no a Teotl, señor de la vida capaz de crear cuanto a su imaginación lo ordene.

-          A Teotl no le gustará que un joven con poca habilidad en la palabra lo moleste en sus aposentos. En cuanto te vea te enviará directo al maíz de donde saliste hombre de hombros anchos.

-          Mi padre, aquel que tanto hizo por mi y mis hermanos ha sido perturbado con una enfermedad que los mismos nahuales desconocen ¿Es justo que la buena palabra termine de esta forma?

-          Si palabra sana fue mal no debería cargar.

-          Mi ansiedad ha sido su castigo. Soy yo aquel que males debe poseer. Si Teotl esta lejos de mis pasos ¿Acaso tú, Tlazotéotl, puedes ayudarme?

Un frío helado sacudió todo el bosque. Las aves que en ese momento volaban cayeron al suelo derramando su sangre alrededor de Atzcalxochitl. De aquellas gotas rojas nació una hermosa flor en forma de hombre: tres pétalos se alzaban para sostener la cúpula nocturna y otros tres miraban hacía lo que la tierra ocultaba. Entre ambas triadas de pétalos se formaba una cintura, de la cual brotaban seis estambres amarillos.

-          Lleva uno a uno, cada noche, alguno de estos lirios rojos que ahora observas al lugar que resguarda a tu padre. Colócalo en su pecho con los estambres en dirección hacia los pies. Cuando hayas puesto el último, él se recuperara. Durante el día, tendrás que venir a regar los lirios, pero cayendo la noche deberás regresar por la flor, la cual librará de aquellas culpas que dan pesadez al cuerpo de tu progenitor. Así harás hasta el último lirio.

-          ¡Oh Tlazoltéotl! amiga de los hombres y del maíz. Desde hoy tu templo será adorado por los que habiten en mi casa y tu imagen será tallada en las más finas maderas a fin de que recuerde como salvaste a mi sangre.

Dicho lo anterior, Atzcalxochitl bajo a la choza que cuidaba a su padre con el primer lirio rojo, el cual, siguiendo las instrucciones de la deidad, colocó sobre el pecho de su padre. Al instante, éste logró mover unos dedos. El joven de los odios blandos estaba anonadado y conmocionado.

Todos los días, desde muy temprano, el guerrero de los pies firmes acudía al recinto de los lirios rojos. Agua y composta era lo que nunca descuidaba, y al llegar la noche, tomaba uno para dejarlo sobre el cuerpo de su sangre. De esta manera continuó algunos días, y la movilidad de Axochitl regresaba de forma paulatina. La madre y los hermanos del joven de huesos recios se maravillaban por la mejoría del pilar familiar, al tiempo que crecía la envidia del curandero.

Por su incapacidad para atender la enfermedad paralítica de aquel hombre, el curandero estaba perdiendo su fama de hombre sanador. Por tal motivo comenzó a indagar sobre las actividades de Atzcalxochitl tanto en el día como las salidas cuando se posaba la luna entre los cielos.

Tras un par de noches y descubrir como el joven garra de jaguar cuidaba un sembradío de flores rojas, el curandero propició entre los habitantes de la comarca que se comentara como era posible que un hombre de muslos anchos se mostrara preferido por las artes del cuidado ornamental que de la guerra.
La tierra, el sol y todos los astros seguían sus movimientos. Mientras tanto, el jardín de lirios crecía durante el día, pero al terminan la claridad, desaparecían más y más, a tal grado de quedar unos cuantos. Atzcalxochitl se alegraba al observar que pronto daría fin su trabajo para salvar a su padre, quien ya comía y bebía estando acostado.

Tras los movimientos de la tierra para alumbrar y cegar, al joven de mente diurna comenzaban a afectarle las malas palabras de los habitantes regadas por el curandero. Unido a ello, los días resultaban más pesados porque debía acarear más agua y más composta para un jardín enorme de lirios que desaparecían al anochecer.

Cansado por el trabajo que venía realizando desde hace tiempo y aburrido por las palabras de los hombres, Atzcalxochitl volvió a sus entrenamientos de lucha abandonando por completo el jardín estando a unos cuantos lirios. Axochitl ya podía caminar e incluso sustituyó a su hijo en los días que no cuidaba al jardín. Sin embargo, el padre anciano aún no lograba hablar.

La última noche, en la cual sólo quedaba un solitario lirio, Atzcalxochitl se negó rotundamente a ir por el lirio para Axochitl. Además, ya alegaba que él había obligado a Tlazoltéotl a brindarle una cura para su padre. El anciano pilar, al observar y escuchar las palabras de su hijo, se levantó y se dirigió al campo donde yacía la flor roja a implorar por su vida y el perdón de su hijo.  

Al día siguiente, Axochitl no apareció cerca de las casas de los habitantes. Atzcalxochitl, preocupado, salió en búsqueda de su padre. Al llegar a las faldas del monte, observó como se extendían los lirios hasta la punta del monte. El joven temerario buscó y buscó, pero ni un mínimo rastro de su sangre vio. Por ello esperó a que llegara la noche.

La oscuridad reinó aquel lugar, y mientras más espeso era el color, los lirios se perdían de vista.

-          ¡Tlazoltéotl! –gritó llorando- devuélveme a mi pilar que soy yo el que debe estar donde ahora lo tienes.

El joven guerrero, ahora derrumbado en espíritu, gritaba e imploraba el nombre de la deidad. Desgarraba la tierra y los tallos de los árboles con sus propias uñas, pero los únicos que le respondían eran los ecos de sus propios lamentos. Soñoliento en llanto, alcanzó a vislumbrar el último lirio y junto a él, el cuerpo de un anciano moribundo, con muchas canas y piel arrugada:

-          Atzcalxochitl, hijo mío, todo se ha perdido. Haz roto tu promesa y Tlazoltéotl no perdona, este es nuestro castigo.

-          No temas padre. ¡Tlazoltéotl! Yo el “príncipe fuerte” ha fallado. Mis actos traicionan a mis palabras. No merezco la vida, llévame a mí…

Al día siguiente, las calles del pueblo estaban vacías. El horror se dejaba ver en los ojos de la familia de Axochitl ante el cuerpo de Atzcalxochitl, quien era enterrado ante las lágrimas de su sangre. La vida continuó tanto para el padre como para los habitantes del lugar, pero desde ese entonces las noches son de llanto por el recuerdo del guerrero, del lirio de los aztecas.


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