Palabras sinceras: momentos eternos


Palabras sinceras: momentos eternos

Giovanni transitaba por las calles tranquilamente para llegar a su trabajo. Camino a las oficinas, reflexionaba en torno a un suceso peculiar que había visto mientras viajaba en el transporte público: una señora de más de 40 años había pagado el pasaje de un muchacho que no era su familiar, luego de que el chofer le dijera a aquel joven que el billete era de denominación muy grande.
    
Giovanni estaba sorprendido por aquella acción repentina de solidaridad. Desde hace mucho tiempo que no observaba ese tipo de detalles entre personas desconocidas. Por un parte le parecía maravillosa la idea de que todavía existiera gente bondadosa, por otra parte se preguntaba a sí mismo si la mujer hubiera hecho lo mismo por él o por algún otro familiar, o aquello que había presenciado era un acto divino.

Sin más preámbulos, Giovanni llego a su trabajo. Durante esa tarde optó por saludar extendiendo la mano a todos sus compañeros. Inmediatamente les externó un caluroso abrazo, en lugar de dar el simple “hola” y pasar de corrido hacia su escritorio. Si, era algo inusual que le parecía incomodo, principalmente por falta de costumbre y porque no a todo el personal solía hablarle, incluso, para dar el buenos días.

Esa misma tarde, no sólo acabó su trabajo una hora antes, sino que además le dio tiempo de limpiar su zona de trabajo, algo que generalmente dejaba en manos del personal de intendencia. También lavó su taza de café y la dejó secándose en el fregadero: el joven de traje estaba listo para ir a casa. Durante su traslado a casa, Giovanni comenzaba a preparar su próximo domingo.

En esta ocasión, no viajaría. El apuesto hombre decidía entre visitar a sus viejos amigos, sus abuelos, conocer un asilo o barrer su calle, pues la basura ya le exigía el paso de la escoba. Era una decisión muy difícil, pues tantas cosas buenas por hacer y con tan sólo un día para llevarlas a cabo. Por tal motivo, le pedía a Jesús pensar con sabiduría y prudencia.

Justo cuando bajo del transporte, ese muchacho de estatura media se quedó pasmado al contemplar, por primera vez en toda su existencia, la belleza itinerante que ofrecían las dos leyendas del mundo mexica: los volcanes. Tras verlos en infinidad de ocasiones, Giovanni nunca había podido apreciar ese celestial panorama, tan majestuoso, tan imponente, tan alto y lleno de misterio que su misma vida le pareció insignificante.

¿Cuántas tardes efímeras pérdidas a través del cuerpo que conforma la inmensa venda de piel oscura que seduce al iris marrón que portan la circunferencia perfecta de sus ojos por motivo de un cuello cansado y encorvado que se tuerce al mismo tiempo que se deforma llevándolo a perderse bajo el color gris de la soledad de aquello que muchos llaman pavimento?   
          
Giovanni, aturdido por aquella cuestión que picaba como pájaro carpintero la corteza de su piel, corrió hasta su casa derramando cristales de sal sobre la polvosa calle. No pensaba en algo más que llegar y ver a sus hijos, besarlos, decirles cuanto amaba sus tiernas mejillas, sus berrinches, sus travesuras, los momentos en que Jorge le había escondido su portafolios en su habitación.

No pensaba en algo que no fuese ir e inundar de besos los labios morenos de su esposa  mientras las estrellas los acobijaban, como en aquella temporada de noviazgo hace ya más de 15 años atrás, cuando ambos tenían que escaparse para salir juntos, pues por alguna extraña razón sus familias no lograban contraer cierta empatía, por muy mínima que esta fuera.   

Pero ¿Qué diría su esposa? ¿Qué pensarían los niños? ¿Qué hay de aquel carácter que siempre mantuvo en casa? ¿Acaso lo tomarían por un loco enfermo? Conmocinado, Giovanni entró sigilosamente al lugar que lo protegía de la noche pero que continuaba pagando. Lo primero que vio fue a su mujer, toda despeinada con el mandil sucio. Los niños, al parecer, estaban en el patio o en su habitación o seguramente había ido por las tortillas. En caso es que no se escuchaba ruido alguno que demostrara su presencia.

Giovanni, lentamente, caminó en dirección a su pareja. Desde lejos podía admirar el cabello negro y largo que caía como cascada sobre la espalda de aquella mujer. A su nariz llegaba un olor exquisito de jabón a cerezas con arándanos ¡increíble que los arándanos llegaran hasta sus fosas nasales!

Mi vida –pronunció Giovanni. Podría jurarse que cada letra de aquella frase la había pronunciado de forma lenta, muy lenta, con el fin de recordar la boda, la luna de miel, su primera cena como recién casados, el momento que supo que sería padre, la primera desvelada calmando niños, el primer cambio de pañal, y por desgracia, la primera discusión con el amor de su vida.

Cuando ella dio la vuelta para quedar de frente ante Giovanni, éste la rodeo delicadamente con sus manos. Rosó su mejilla con la suya, besó su cuello y agradeció a Jesús por haberlo despertado de aquel eterno sueño. Al instante los gritos de los niños se escucharon cada vez más cerca, y más cerca, y más cerca…

Así fue como Giovanni aspiró de un evento cotidiano la magia de la fraternidad que puede regalar un evento cotidiano, llevándolo a su vida. Porque pequeñas acciones valen grandes momentos, y porque pequeñas palabras pueden traer recuerdos eternos. En esta navidad regala palabras sinceras que generen encuentros eternos, que embriaguen a todas las personas para que se conviertan en gente que vive de sus realidad y no de sueños. Para que por una vez en su vida también sean hombres sin sueños…           

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