Me tengo que ir
Me
tengo que ir
Esa noche fue la última
vez que lo vi. Bueno, en realidad, cuando mi mente juega con los sentimientos y
el pasado, suelo volver a conversar con él. Ya no como aquellas tardes en los
bares de Apizaco o en los bailes que solíamos asistir, porque ahora sus
palabras suelen ser enigmáticas, mucho más que antes. Es normal, dice mi mente,
que todo haya cambiado desde que salió con ese hombre con máscara amigo.
Emmanuel, el Emmanuel
presente al cual me refiero sigue siendo el mismo físicamente: un hombre alto y
esbelto, “lombriciento”, como dicen en mi amado san Pancho, en donde ambos solíamos
causar molestas travesuras a las personas. Su piel, típica de los habitantes
del lugar, descendía de los fundadores del pueblo: era de color más claro que el
moreno pero más oscura que el blanco del queso que saboreo en las quesadillas
con rajas que tanto que encantan. Al menos no cambiamos mucho después del
ocaso.
Recuerdo que era típico
que su bigote despidiera un olor más a cerveza que a cigarrillo, sobre todo
cuando dejaba pasar los días sin que su cuerpo tocara una gota de agua. Aun así
ese no era motivo para que me desagradara, todo lo contrario, me divertía mucho
haciéndole burla y creándole apodos por esa razón… “el mil olores”, “el bigote
sudado”, “el cigarrillo de San Pancho”… definitivamente, aquellas eran tardes
inolvidables.
Siento, muy en el fondo,
cuando el pensamiento me invade, que siempre me ocultó esa sensación que lo
llevo a colocarse líneas de tinta sobre los delgados brazos. Con el tiempo, la
mente nos traiciona ocultando, con la tierra y la pala del olvido, el alma de
nuestros pesares, de nuestras carcajadas, de nuestras lágrimas… creando un
sinfín de tumbas neuronales que pocas vuelven a resucitar.
De lo que si estoy segura
es del mal gusto que tenía para vestir. Si las personas trabajan arduamente
toda la semana o de vez en cuando como lo hacía el buen Emma, por lo menos
deberían traer los pantalones y la playera limpia. Si la mamá no les lava eso
no es excusa para tener aspecto pulcro, bien tienen dos manitas fuertes que si
cargan pesados bultos de cemento, con mayor facilidad cargarán mezclilla
enjuagada.
En cambio, el aspecto
descuidado lo compensaba con la simpatía de su carácter y la ocurrencia para
hacer reír a la gente. No importaba que tan de mal humor alguien se encontrase,
él siempre lograba decir un chascarrillo que cambia el momento de las personas.
A todos agrada, pues su carisma provenía de esas sonrisas que en tan sólo unos
segundos se transformaban en carcajadas.
Lamentablemente, nada
perdura más de lo que le es permitido por los amos del tiempo y el espacio,
haciendo que lo inevitable se haga presente y así como el filo del hacha se
clava en la corteza de los troncos verdes, de igual manera el látigo desgarra
sueños, esperanzas y los remplaza con los lamentos, hermanos del odio y de la
ira colocando al hombre del suplicio sobre la cuna de los pesares.
Emmanuel, mi estimado
Emmanuel se encontraba desaparecido desde hace ya más de tres días. No recuerdo
cuantas llamadas hizo su madre a mi casa con el fin de preguntar su paradero, o
si tenía información de él por mínima que fuera. Además de ello, su coche, el
azul rey que tenía varios rayones, tampoco aparecía. La tierra parecía haberse
tragado… y vaya que así sería…
La desesperación empezaba
a cundir entre amigos y familiares. Yo, por una parte, tenía presente la falta
de responsabilidad de Emmanuel cuando se trataba de borracheras y alcohol
gratis. No tuve mucho tiempo para preocuparme por él ya que mis propios malestares
no dejaban de sofocarme. Hace ya cierto tiempo que el cuerpo se cansaba con tan
sólo dar unos cuantos pasos, el estomago no dejaba de darme molestias y la
cabeza me daba y daba vueltas.
Los días comenzaban a
hacerse más y más pesados. Tender la cama era algo que me agotaba más que hacer
de comer o ayudar a lavar la ropa a mi mamá. Los fines de semana, que eran
motivo para no llegar a casa, se convirtieron en momentos de descanso y reposo.
Incluso, las tardes se volvieron noches y el sueño era inevitable a ciertas
horas tempranas de toda la semana.
A todo ello, se agregó
una noche en específico, en la cual el frio no se calmaba ni con todos los
sarapes. De momento el calor aumentaba bruscamente con un viento helado en el
interior de mi habitación. Mantener las ventanas abiertas era algo iluso pues
en cuestión de segundos tenía que levantarme nuevamente para cerrarlas. Ahora
comprendo que fue un presagio necesario para hallar la verdad…
-Me tengo que ir- dijo
Emmanuel aquella noche mientras yo lo veía de frente… muy de frente. Al momento
no les respondí porque el motivo yo ya lo sabía, sólo que me costaba tanto
aceptarlo que por eso tuve que volver a visitarme para recordármelo. No se si
agradecerlo debido a que el dolor todavía pica como un mosquito a través del
recuerdo. Ya no causa tanta comezón como antes, aunque sigue siendo una
molestia.
-Me tengo que ir con mi
padre. Él cumplió con su palabra ¡Está aquí y vino por mí! ¿Puedes creer eso?
Yo que no pertenezco a su sangre ¡Pertenezco a su espíritu! No pido que
comprendas esa ansiedad que se desvanece por motivo de su presencia, te pido
amor y serenidad- sentenció Emmanuel mientras comenzaba a perderse en medio de
una espesa neblina oscura.
-Me tengo que ir, pero
antes de ello tienes que saber que alguien vendrá por ti. Tranquila Yesenia,
tranquila. Ese alguien que viene hacía ti es para que lo cuides entre tus
brazos, en medio de ellos y de tu calor. Él, en sus pequeñas manos, te traerá
los mensajes de amor que yo te escribiré. Cuando te asomes a sus ojos te darás
cuenta que puedes hablarme y yo escucharte pese a que mi cuerpo ya no se
encuentre sentado a tu lado.
-¿Quién es?- pregunté a
una voz sin rostros que resonaba a lo lejos.
-Me tengo que ir…Pronto
vendrá… pronto llegará…
Recostada en medio de mi
cama, toque con mis mejillas y con el cuello las sabanas para comprobar que la
realidad había vencido, al menos por ahora, a los sueños. En menos de un
segundo se abrieron mis ojos, di la respiración más corta que pude tener hasta
ese momento, y al mismo tiempo, la más profunda que mi cuerpo disfrutó para
poder oxigenarse y volví a buscar la conciliación con la noche.
Al día siguiente, tras la
llamada de unos amigos, una noticia empapó mi rostro con un par de lagrimas
saladas que se estrellaban en el concreto gris de la sala. Ahí durarían muy
poco, pues el calor pronto las elevaría a aquel lugar oculto donde ahora se
encontraba Emmanuel. Sus predicciones se habían cumplido al pie de la letra,
tal y como lo había venido advirtiendo la añoranza por su padre era más fuerte
que el deseo de aferrase a la vida ¿Será que por eso pudo encontrar la
iluminación tan joven y fue invitado a admirar la vida eterna dentro de ella
misma?
Durante el velorio, su
madre, resignada, permanecía sentada frente al féretro de Emmanuel. Su vista,
perdida entre las flores y las velas, le arrebatan la atención de todo lo que
sucedía en aquella noche. Incluso, cuando me acerqué a saludarla pude sentir su
impresión tras derramar abrazos y lamentos sobre mi cuerpo. La situación era complicada
para una mujer que hace apenas cuatro meses había despedido a su marido en los
campos de descanso eterno a causa de un accidente automovilístico. Ahora,
apenas trascurrido de enero a mayo del mismo año, ella nuevamente pronunciaba
un doloroso adiós al muchacho que centenas de veces llamó hijo.
¿Cómo puede la existencia
maltratar a una indefensa mujer con semejante daga en medio de sus senos? ¿Por
qué motivo la luna ha dejado de brillar y ha marcado una condenaba oscura con
pocas esperanzas de un pronto amanecer? ¿Será posible que lo que Emmanuel
repitió tantas veces se convierta en una flor blanca que tanto anhele su
inconsolable madre ante tremenda herida?
Personas llegaban,
personas se iban. Yo, apoyando a su madre, comencé a encargarme de aquellos que
llegaban para dar el pésame a la madre de Emmanuel. Estaba algo confundida,
sorprendida, impresionada… un sinfín de huracanes inundaban la tranquilidad que
reinaba en mi interior, pues si las palabras de mi difunto amigo estaban
cobrando vida… ¿Qué significaban sus pronunciaciones finales?
La respuesta, al cabo de
un par de semanas, me alcanzaría. Emmanuel había sido brutalmente apuñalado en
una de sus borracheras por un sujeto que siempre lo envidió, al menos eso
dijeron amigos y familiares durante el reconocimiento del cuerpo en el
anfiteatro. Se había perdido por más de tres días, y lo único que permitió
reconocerlo fueron los tatuajes en sus brazos, o al menos eso fue de lo que me
enteré.
Esa misma semana tuve la
revelación. Emmanuel dejaba una semilla en mis recuerdos que pronto florecería
en mi vientre. Su muerte anunciaba una alborada, un nacimiento. Quien diría que
esa noche, en sueños, no sólo regresaba para despedirse, sino para anunciar que
pronto sería madre, que pronto cargaría a un hermoso bebé en brazos, al cual
querría y adoraría tanto como lo hice con él, al cual ahora llevo preparo el
desayuno, llevo al kínder y le platico dulcemente de un profeta, de un ángel
que me anuncio con mucho tiempo de anticipación su llegada.
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