Me tengo que ir
Me tengo que ir Esa noche fue la última vez que lo vi. Bueno, en realidad, cuando mi mente juega con los sentimientos y el pasado, suelo volver a conversar con él. Ya no como aquellas tardes en los bares de Apizaco o en los bailes que solíamos asistir, porque ahora sus palabras suelen ser enigmáticas, mucho más que antes. Es normal, dice mi mente, que todo haya cambiado desde que salió con ese hombre con máscara amigo. Emmanuel, el Emmanuel presente al cual me refiero sigue siendo el mismo físicamente: un hombre alto y esbelto, “lombriciento”, como dicen en mi amado san Pancho, en donde ambos solíamos causar molestas travesuras a las personas. Su piel, típica de los habitantes del lugar, descendía de los fundadores del pueblo: era de color más claro que el moreno pero más oscura que el blanco del queso que saboreo en las quesadillas con rajas que tanto que encantan. Al menos no cambiamos mucho después del ocaso. Recuerdo que era típico que su bigote despidiera un ol...