Fuente de sueños
Fuente
de sueños
¿Ofrecerías tu alma a una
entidad desconocida sólo para obtener algún beneficio temporal en este mundo
que día a día se destruye a si mismo? ¿La de algún amigo o enemigo cercano? ¿La
del familiar que te abrió la puerta del sueño a esta dimensión? Si lo piensas
por un minuto podrás darte cuenta de que hay mucho que ofrecer pero ¿Valdrá la
pena pagar el precio para cubrir las falsas necesidades humanas tan alejadas de
la razón y tan cerca de la locura?
Sandoval meditaba sobre
aquellas palabras escritas sobre las páginas de un polvoso libro que revisaba
dentro de un viejo bazar. Él solía degustarse comprando objetos antiquísimos,
rodeados de misticismo y leyendas, cuyas maldiciones recaerían en su nuevo
poseedor. Ya se había acostumbrado a rodearse de ese tipo de historias que todo
su destino lo dejaba en mano de los horóscopos, la voluntad divina y los
movimientos lunares.
Era un hombre temeroso de
las fuerzas oscuras, pero al mismo tiempo, explorador de ellas. No se
consideraba hombre de buena fe, simplemente se designaba a si mismo como el
guardián de las fuerzas. Al primer vistazo, en medio del Barrio del Carmen,
parecía una simple persona, con una vida común que lo llevaría al mismo
desenlace que tienen todos los seres de este planeta. Bueno, casi todos.
Hace ya algunos años
había abandonado los estudios tras el fallecimiento de sus padres a causa de
una misteriosa enfermedad, al menos eso había dictado el médico forense una
tarde de abril. La muerte no le ocasionaba fuertes estragos, sin embargo, un
delirio por permanecer siempre cerca de ella lo llevo a colocar un altar
cubierto de telas, velas y pintura oscura dentro de la habitación de sus
difuntos.
Por las noches, cuando
salía del trabajo, caminaba tranquilamente por toda la calle 11 Norte hasta
atravesar en frente del reloj del Gallito, el cual se encontraba en una de las
cuatro esquinas del Paseo Bravo, un parque muy concurrido y vistoso por encontrarse
en una de las avenidas principales que permitían el acceso al Centro Histórico
de Puebla. Posteriormente, transitaba por la 11 Sur y finalmente daba vuelta
sobre la 17 poniente con dirección a la iglesia de la señora del Carmen.
Apenas transcurridos un
par de meses del deceso de sus padres, Sandoval había dejado de tener contacto
con sus demás familiares, a quienes criticaba por su peculiar forma de vida, la
cual él condenaba de intolerable. Terminando la niñez y la adolescencia el
horror lo habían invadido tras descubrir que el bonito retrato donde estaban
abuelos, primos, tíos y demás familia en realidad eran la hoja podrida del
árbol de la vida.
El refugio en los
manuscritos de salvación había resultado un rotundo fracaso. Los nuevos
profetas estaban cansados de repetir una plegaria que ya ni ellos mismos
creían. Ellos cambiaban el mundo de la reflexión por los placeres que se les
había prohibido desde la fundación de la fe. Las gárgolas dejaban de ser los
adornos estáticos que solían ser para convertirse en los nuevos guías de una
doctrina ya carente de significado en los días que vivía Sandoval.
Esa concepción de la
existencia desgarraba los barrotes donde se guarda a la bestia interna de aquel
muchacho delgado trayendo como consecuencia la búsqueda del apaciguamiento de
su ira. Por otra parte, las antiguas trampas estaban oxidadas a causa de las
mentiras humanas dichas desde que éste aprendió a manipular su lengua: era
imposible retener al demonio que salía al encuentro de aquel muchacho de pies pequeños.
Asimismo, Sandoval no
procuraba sentar el alivio por medio de la virtud, la buena obra o la caridad.
Tardaba más en saludar a los clientes de manera cortés en el negocio en donde
trabajaba que en caminar al hogar en donde creció con su papá cada vez que el
reloj marcaba las nueve de la noche. Desconozco si el miedo consumía sus
entrañas o el vacío en su interior era cubierto por la ansiedad y sus
actividades mecánicas. Todo parecía conducirlo a realizar actos fuera de su
diminuto entendimiento.
Todas las noches, antes
de salir del negocio tomaba dos velas negras que aparecían misteriosamente en
el rincón donde dejaba su mochila. No había día de la semana que no aparecieran
recostadas en el suelo esperando ser tomadas por aquel muchacho de piernas delgadas.
El patrón del lugar respetaba los designios de las fuerzas por lo que nunca le
reprochó algo con respecto a esa situación.
Además, eso servía como
señal para acreditar el negocio de “Utensilios mágicos
para rituales poderosos” donde Sandoval fungía como empleado de mostrador.
La situación económica al patrón no le parecía preocupar, pues, aunque el
acceso a aquel lugar se encontraba al fondo de una de las vecindades más viejas
de la calle 16 poniente; el número mínimo de clientes nunca faltaba, a quienes
bautizaban como los elegidos.
El edificio que
resguardaba el comercio de aquellos productos tenía una fachada cansada por
sostener entre sus acabados el peso de los años y el polvo de la multitud. El
segundo piso parecía estar sostenido más por la piel arrugada de las piedras
que por los mismos cimientos carcomidos por el agua y el viento. Un olor insano
rodeaba el interior de aquella estructura vieja y engañosa que alimentaba a la
última generación de toda una época.
Tras atravesar al menos
ocho cuartos de inquilinos, al fondo del patio se encontraba una puerta
desnuda: el óxido dominaba la lata de fierro que una vez se vistió de azul rey.
Los rayones de los vidrios y la falta de aseo de éstos impedían el paso
adecuado de la luz del sol, ocasionando que el interior del lugar mantuviera un
aspecto similar al de las entrañas de un espectro.
El piso era de cemento
pulido, ese que actualmente ha quedado en desuso. A comparación de las
ventanas, éste parecía mantener un brillo tenue, delicado a la suciedad y la
mugre. Los stands que resguardaban a los productos estaban elaborados de una
madera podrida pero con ornamentos exquisitos: desde el suelo la pata de
cascabel ascendía en forma de víbora hasta el techo, culminando con una cabeza
de león de yeso. De estos había ocho, dos por cada mueble.
Si un cliente llegaba
sabiendo que producto adquirir, miraba fijamente a Sandoval por algunos
segundos y sin necesidad de articular alguna palabra, los ojos cafés de aquel
muchacho de delgado vientre se dirigían al stand que contenía el menjurje, lo
tomaba con sus manos y se lo entregaba inmediatamente. En el lugar no se exigía
un pago como tal, sólo se permitían donaciones generosas por parte de los
consumidores.
Sin embargo, cuando un recomendado
del destino o de la casualidad llegaba hasta esos aposentos, después de recibir
la bienvenida de Sandoval, quien se encargaba de atenderlo era el patrón. Éste
siempre permanecía en un cuarto detrás del mostrador principal y cuyo acceso
estaba resguardado por un librero que tenía telarañas en las esquinas y
manuscritos enrollados.
Dicho librero se partía
en dos al momento que sonaba la primera silaba de una palabra que pronunciaba
una voz que por primera vez pisaba aquel lugar. Al instante, la figura delgada
y larga del patrón se asomaba y entonces salía para orientar al nuevo cliente.
La mayoría de los que pisaban el negocio estaban condenados a hacerlo por
siempre, bueno, hasta el final de sus días por esta tierra.
Cuando alguien dejaba de
asistir, se decía que sólo había tres razones para tal motivo. El primero se
versaba en que el cliente había conseguido saciar su necesidad; el segundo
sostenía que una fuerza mayor lo había atraído hacía otro recinto; el tercero
que los conjuros que llevarían a cabo necesitaban de mayor sacrifico, o
simplemente que el pago mayor se había dado al principal proveedor de
servicios.
Lo que si quedaba claro
para el entendimiento de muchos de los asistentes, después de visitar el lugar
por infinidad de ocasiones, era la leyenda que estaba plasmada en letra cursiva
sobre un retablo carcomido por las termitas disecadas que se mostraba por
encima del librero, la cual resplandecía con una especie rara de oro negro: “Lugar
donde termina la fuente de sueños”.
Sandoval limpia todos los
días, antes de terminar su jornada laboral. Le ungía con lana blanca de borrero
una poción verdosa que preparaba especialmente su patrón con yerbas secas que
traía de las cuevas de Cuetzalan de la Sierra Norte de Puebla y agua de los
cenotes sagrados del Yucatán. Siempre debía ser diez minutos antes de las
nueve, ni un minuto antes ni un minuto después, pues el brebaje perdería su
poder instantáneamente.
También se encargaba de
dar un mantenimiento tanto a los stands como al piso y las ventanas aunque eso
resultara en vano ya que todas las mañanas cuando ingresaba aquel muchacho de
las costillas y torso remarcado a sus labores la suciedad regresaba a su lugar
de origen. Lo mismo ocurría con las telarañas en las esquinas y la polvadera
sobre los manuscritos que ya casi estaban a punto de desintegrarse.
Esa era la rutina
abrumadora que mantenía desde hace meses el muchacho de los dientes amarillos,
la cual realizaba mucho antes del fallecimiento de sus progenitores, porque
antes de ese paranormal suceso, las artes de la hechicería ya rondaban cerca de
sus brazos. Es más, entre conocidos se solía decir que el único de la familia
que había heredado el don de la manipulación de la tierra y sus confines era
precisamente Sandoval, quien desde niño contaba sus sueños como aventuras de
madrugada con seres que tenían cuello de cisne y cara de chivo, los mismos que
describía la bisabuela de su finada madre: doña Ester.
En ese entonces, doña
Ester era admirada por sus dotes de partera y por la preparación de pócimas
caseras que aliviaban los malestares de los enfermos que a ella acudían. Su
fama era tan grande que se había extendido hasta los estados de Morelos,
Veracruz, Tlaxcala y Guanajuato. Era una mujer de buen corazón y dulce sonrisa
que ayudaba en lo que podía. El cabello plateado y las arrugas la había bañado
a muy temprana edad, poco después de haber cumplido los 30 años.
Desde ese día, su cabello
no volvió a conocer el filo de unas tijeras y su cuerpo no vestía ropas que no
fueran de un blanco percudido. En ocasiones se acompañaba de alguna pulsera,
anillo, aretes o guantes negros; y es entonces cuando se evitaba su presencia
debido al mal humor repentino y grotesco que transformaba a aquella misteriosa
mujer. Al menos eso describía la gente de la zona.
Las salidas se volvieron
cada vez más cortas y limitadas para doña Ester hasta llegar a tal grado de
permanecer encerrada en su dormitorio, actual morada de Sandoval. Todo
continuaba un rumbo tranquilo hasta que una navidad sucedió un evento
desagradable que sofocaría a la población durante un breve lapso: la muerte
atroz de alguien llevó a las puertas de aquella mujer.
Mientras doña Ester
permanecía desaparecida un par de días, los familiares se concentraron en
deambular por las calles aldeanas al Barrio del Carmen, así como a preguntar a
los vecinos y conocidos sin tener éxito. Lamentablemente, a principios de años
nuevo, un desagradable hedor rondó la colonia durante tres días, permitiendo
encontrar su cuerpo ensangrentado en medio de su cama falleciendo a la edad de
106 años. El veredicto anunciaba un asesinato a puñaladas, dejando abierto el
caso hasta los días de Sandoval.
Se decía que su alma
rondaba cada mañana antes de que el sol asomara su primer rayo de luz,
desvaneciéndose al entrar a su habitación. Conforme fueron pasando los años, el
espíritu de doña Ester se perdido en el espacio ya que cada vez eran menos sus
apariciones, siendo su última ronda diez años después de haber nacido la madre
de Sandoval. Se rumoraba que aquella mujer no podía descansar en paz debido a
que buscaba venganza; otros opinaban que, al haber sido alguien de corazón
noble, sólo quería justicia.
Lo cierto es que tras las
nupcias contraídas entre el padre y la madre de Sandoval, el tema había quedado
sepultado en el baúl de los recuerdos olvidados. Nadie ya contaba en aquella
familia lo que había sido escándalo hace algunas décadas y tampoco mencionaban
las centenas de bendiciones que había recibido la morada que una vez fue el
recinto de incontables curaciones y donde muchos niños respiraron por primera
vez el oxígeno.
El asunto se medio retomó
días después que el niño Sandoval contara los sueños que había tenido, pero
sólo se recordaron las maravillas, las bondades y las visitas que la bisabuela
hacia en vida, en lo satisfechos y agradecidos que quedaban quienes acudían a
su auxilio tanto por la mejora en su situación como en lo accesible de los
servicios, así como la visita de cierto extranjero que cierta ocasión acudió a
ella para el regreso de un amor.
Posterior a ello no se te
tomó gran relevancia. Además, Sandoval creció sin mostrar un gran interés por
averiguar lo acontecido de su tatarabuela o lo que tuviera que ver con algún
don heredado. Asimismo, olvidó los sueños que tuvo durante su infancia, concentrándose
mejor en sus calificaciones y en ponerse a estudiar a fin de no repetir un
segundo año en el mismo grado de la primaria.
Pero así como la
primavera, el verano y el otoño regresan, el invierno también lo hace, y con
ello una navidad más, arrastrando un aniversario luctuoso. En uno de esos, el
muchacho de las manos inquietas comenzó a cambiar poco a poco. Su interés por
estudiar historia lo orillaron a indagar en el pasado, tanto de las antiguas
civilizaciones como del origen de su árbol genealógico.
Con ello, el muchacho
daba indicios de renunciar a la jovialidad de su edad para adquirir un rostro cada
vez más opaco y desvelado. Las relaciones personales dejaron de ser lo suyo
para concentrarse en la oscuridad de su habitación. Las parrandas tampoco eran
parte de su quehacer ni los viernes por la tarde ni los días de vacaciones o
días que el calendario marcaba como festivos. Aunado a ello, había conseguido
un empleo en “Utensilios mágicos para rituales poderosos”.
Al cabo de unos meses,
Sandoval comenzó a sentir un pequeño dolor de cabeza mientras transitaba por el
Paseo Bravo en dirección a su casa. El malestar se hacía más intenso conforme
avanzaban las noches hasta tal grado de obligarlo a permanecer más de una semana
en cama con temperatura y alucinaciones. Los medicamentos que consumía con
ayuda de sus padres no parecían surtir efecto alguno.
La situación acongojaba
tanto a seres cercanos como a los vecinos. Sin embargo, más preocupó lo que
estaba por venir. La mejoría llego a aquel muchacho tras la visita de su
patrón, quien con el pretexto de darle su liquidación personalmente consiguió
estar a solas con él tan sólo unos minutos. La vida parecía continuar su rumbo
y Sandoval no sólo había perdido peso y algunas tallas en pantalón y camisa, sino
que además su rostro mantenía un tono muy pálido y un cabello sin color.
Cuatro meses después, los
padres iniciaron con la misma dolencia de cabeza que su hijo. El esfuerzo de
los doctores que contrataban la familia solo traía falsas esperanzas, pues al
cabo de algunas aparentes mejoras, la agonía regresaba a aquellas pobres almas.
En esta ocasión, el patrón de Sandoval no asistió al auxilio de la enfermedad
pese a la insistencia de la familia del muchacho, quienes sospechaban que
fuerzas extrañas estaban detrás de todo esto.
Lamentablemente, la
enfermedad además de cobrar la vida de esas dos personas, también se llevó la
poca fraternidad que quedaba entre esa familia. Sandoval se aisló completamente
luego de enterarse, por sueños, que su madre se había casado con un
descendiente del asesino de su tatarabuela, doña Ester, un forastero cuyo
corazón no obtuvo el consuelo para aceptar la perdida de su amor.
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